Volver a la feria

 


Llegan las Ferias y Fiestas de Santiago y Santa Ana en La Solana en otro año atípico y gris, aunque no tan malo como el anterior. Porque el tiempo pasa, sea del color que sea su fondo. Pero nos quedan las ferias que fueron, esas que siempre se nos cuelan en el recuerdo estos días. Así que ahí van los míos, que seguro que comparto no ya solo con mi generación solanera del medio siglo, sino con cualquiera.

  De esa foto han transcurrido muchos años y se me aprecia bien el gesto de sorpresa e inquietud ante la situación. Creo que es mi primera feria, o así lo calcula mi padre, que es el del paquete de Ducados detrás de mí. 
  
  Son las ferias de la infancia y adolescencia las que se quedan más dentro, también las más especiales, tal vez porque remiten a ese tiempo donde siempre fuimos felices aunque entonces no lo supiéramos así. A los días eternos del verano se unían esos cuantos de diversión por las noches en los cacharritos o dando vueltas por los puestos del paseo de arriba del parque para elegir ese juguete o regalo que te feriaban el último día.
  
  La feria es para los niños sobre todo, dicen los padres, ahora y entonces. Puede ser. Pero por eso perduran perfectas en la memoria. No solo por la diversión o los aguinaldos o los juguetes feriados, sino porque toda la familia se juntaba y lo pasaba bien. Se era —y se es— de los puestos de pollos asados y pimientos, o de solo bajar a montar a los críos o dar una vuelta porque había demasiada gente. O no se era de mucha feria, que también los hay. Pero esos días y los de Navidad eran los únicos en los que aparecía todo el mundo.
  
  En alguna ocasión estuvimos en el campo con mi abuelo y mis tías. Pero al caer la noche nos llevaban a montar en los cacharritos y dar un paseo. A veces caía un cucurucho de quisquillas, un vasito de chufas o una berenjena de Almagro con la que te chorreaba el vinagroso aliño por los brazos. Y luego de regreso al fresquito del campo. 
  
  Cuando estábamos en el pueblo, mi hermano y yo siempre participábamos en el concurso mañanero de dibujo que había en la plaza. Y solo ver los nuestros, con tantos más, pegados en paneles bajo los soportales era suficiente premio. Ese era para mí el comienzo de la feria.
  
  Nunca fui —ni soy— de mucho montar en las atracciones, sobre todo en las que dan vueltas. El mareo cinético que me acompaña desde siempre no se lleva nada bien con los vaivenes o las curvas. Pero sí caía un Zig-Zag, algún Tren de la Bruja o los coches de choque, ya más mayorcita. Imposible olvidar las escaleras de subida a la explanada de El Pajero —hoy complejo de la piscina municipal— donde los feriantes tenían su sitio asignado cada año. Así que te encontrabas el Zig-Zag enfrente, los coches de choque al fondo a la derecha, y el Tren de la Bruja y el Saltamontes a la izquierda, entre otras atracciones más.
  
  Pero creo que lo que más me gustaba era ese regalo del último día: un vestido nuevo para la Nancy o el Nenuco o esos cacharritos de cocina que también eran mi perdición. Aunque una vez cayó una escopeta de flechas, de esas que disparaban a animalitos de plástico. Que entonces no había tanta tontería de pensar en lo que era políticamente correcto para regalar a un niño. Simplemente era lo que le gustaba y punto. Y a mí me gustaba por igual jugar con la Nancy y con escopetas.
  
  Luego llega la adolescencia y van variando los gustos. También otras emociones. Las de los ídolos en música y cine y esos gritos desaforados cantando Escuela de calor de Radio Futura o la maravillosa Only when you leave de los Spandau Ballet, que ahora mismo me parece escuchar como si fuera entonces, subida al Saltamontes. 

  
  Y, aunque quizás me esté fallando ya la memoria, creo que alguna noche de feria resultó ser también de cine de verano. Así que el ruido de fondo de las sirenas y bocinas de las atracciones se mezclaba con el de la película en cuestión. Pero esa ya es otra historia.
  
  También con los años el aguinaldo fue aumentando y el vestidito de Nancy un día se convirtió en el Thriller de Michael Jackson. Y otro en los besos furtivos, menos furtivos y algo más de ese primer amor que valieron por cualquier feria. 

  
  En cualquier caso y año los que siguieron viniendo o no faltaron a su cita fueron los turroneros, que ponían también la banda sonora mañanera por las calles pregonando sus más que dulces productos. Pocos sonidos tan inolvidables como ese. Bueno, hay otro quizás: el del perrito piloto de la tómbola.
  
  Ahora todo es más grande, más moderno, más más. Un recinto mayor para las atracciones, paseos más amplios, más espacio para puestos, bares, terrazas, churrerías. Más juguetes, más cacharritos en los que montar y más extraordinarios. ¿Mejores tiempos? No, solo distintos, propios del discurrir del tiempo, porque es así como debe ser.
  
  En este presente de inquietud desconocida al que poco a poco hemos tenido que acostumbrarnos, la feria no podrá ser la que era un año más, pero seguro que volverá a serlo. Y entonces, lo prometo, desafiaré otra vez a las leyes de la física y mi estómago y me montaré en el Zig-Zag.
  
  
  Mariola Díaz-Cano Arévalo
  Julio, 2021

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