Aquel nazareno

   Hace tanto tiempo que no recuerdo la edad que tenía ni si era Jueves o Viernes Santo. Solo estoy segura de que era de noche. Fue de esas impresiones que alcanzan grado de inolvidables al ver entrar a aquel nazareno en casa de mis abuelos, que sigue siendo la nuestra ahora.

   En la infancia son esas impresiones ante un hecho inhabitual, puntual y llamativo las que se graban en la memoria para siempre, sobre todo si llevan aparejadas la emoción, el miedo y la fascinación. Así fue aquella noche. En esta Semana Santa del presente me ha vuelto a la cabeza.

   Desde entonces, y pese al transcurrir del tiempo, los nazarenos, sobre todo los de hábito y capirote negros, me siguen fascinando, como la liturgia y puesta en escena que hay estos días, pero evidentemente ya no como en aquel momento.

   En aquellos días la casa de mis abuelos era un entrar y salir de gente, familiares, amigos, conocidos… Por unas razones u otras, entre ellas también los nuégados que hacía mi abuela, o alguna que otra cochura que se le ocurría y que tanto le celebrábamos todos.

   Lo de vivir en el centro del pueblo y de paso oficial del recorrido procesional de los días grandes tiene sus pros y sus contras. 

   Y aunque, supuestamente, eran momentos sobrios y, quizás, más sentidos que ahora, no lo parecían. Para los niños la Semana Santa eran vacaciones aderezadas con esa sensación de fiesta y encuentro con familiares, y sin otras connotaciones que pasarlo bien. Eso no ha cambiado.

   Seguimos con nuestras tradiciones, recuperadas ya, aunque manteniendo la precaución, después de dos años extraños y malditos que borraron la vida social y este tercero con ecos de un inexplicable horror cercano que ha atenazado corazones y ánimos. Pero hay que volver a vivir, a celebrar y a reunirse. Los de fe y no fe, las familias y amigos, aquí y allí. Ver de nuevo y sentir, cada uno a su manera, esas procesiones y liturgias, y esas impresiones.

   Aquel nazareno, que era de la Cofradía de Jesús Rescatado, permanece en mi memoria aunque no recuerde ni su cara o identidad cuando se quitó el capirote. Debía de ser algún conocido y tal vez entró para echar un trago de agua, o a lo mejor no había empezado la procesión y vino antes, pero ya todo son elucubraciones. En cualquier caso ahí sigue, como símbolo de esa fascinación por ellos. Añadiré, no obstante, que la comparto con otra impresión indeleble: la de la visión del Santo Sepulcro, con el Cristo yaciente entre sus cristales, en la procesión del Viernes Santo por la noche. La oscuridad y el silencio total y general que se hacía a su paso, para una infancia a ras de suelo, eran perturbadores y casi terroríficos, y aún hoy me hacen estremecer. Pero qué bien haber recuperado esas emociones.

   

   ©Mariola Díaz-Cano Arévalo

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