Cuando jugábamos en el Jardinillo



Los que fuimos (y somos) vecinos del Cristo del Amor tenemos el Jardinillo como punto de referencia vital. Un lugar conocido por todos los solaneros que, con el tiempo y como el pueblo, ha ido evolucionando y cambiando sus alrededores y paisanaje. Mi infancia a partir de los siete años transcurrió ahí, pero siempre hemos vivido a unos metros.

Ahora, en el Jardinillo, solo queda uno de los tres pinos que creo recordar que había, el más majestuoso y alto, aunque ya acusa también los estragos de las décadas. Sus compañeros fueron cayendo en acto de servicio, acogiendo los juegos y reuniones de los niños del vecindario y calles aledañas, en especial, los míos con las amigas del colegio San Luis Gonzaga y vecinas.

Fueron muchas tardes, sobre todo de primavera cuando ya se alargaban los días, las que nos juntábamos allí después de subir del colegio. Y digo amigas porque el San Luis Gonzaga aún era solo de niñas. Alguna vez sí aparecían niños de las cercanas escuelas de la Concepción o quizás de las del Sagrado Corazón en el convento, y también vecinos. Recuerdo que con ellos, como éramos más, jugábamos al churro o al pañuelo. Pero habitualmente estábamos las amigas del cole.

Yo vivía en esos pisos que se construyeron en el solar donde se alzó la iglesia del Cristo del Amor y donde ahora queda la capilla que acoge al Cristo de la Vera Cruz. Así que disfrutaba de una vista privilegiada desde la terraza. En verano especialmente, y a última hora de la tarde, me gustaba mucho observar la cantidad de pájaros, gorriones en su mayoría, que volaban alrededor de los pinos y se guardaban en sus copas para recogerse.

Lo bueno también era que tenía al lado a mis vecinas, amigas y compañeras de colegio Toni Palacios y Rosa Mari Sancho. La primera con su inmensa casa que ocupaba toda la manzana y estrechaba tanto la calle y donde fueron innumerables los ratos de muñecas y aventuras en su cámara, terraza y corralazo. Y de la segunda siempre veré el largo pasillo hasta llegar a su patio y entrar a la vivienda donde también pasamos muy buenos ratos. El Jardinillo y esos lugares fueron mis mejores universos de juegos y primeras buenas amistades.

Pero también estaba Mila, que era vecina pero no del cole, o venían Maricarmen Rodríguez, Mari Mateos, Maricarmen la Rubi, Petri Manzano, Toni Gallego, Victoria Romero de Ávila, las Paquis Prieto y Nieto y muchas más cuyas caras se me han borrado, pero no la diversión y tantos buenos ratos.

Jugábamos a saltar la goma y a la comba. A mí me gustaba más la goma (pie, rodilla, cadera, axila, cuello, cabeza, puño, dos puños y mano alzada), porque la comba se me daba peor, la coordinación no era mi fuerte. Eso sí, lo de saltar la goma tenía su aquel y su técnica por lo de recogerse la falda del uniforme cuando el salto iba subiendo en altura. También aparece en mi recuerdo una imagen nocturna, ya siendo más mayorcitas, de una vez que nos quedamos a comprobar qué pasaba si, con un papel y unas tijeras, invocábamos al famoso espíritu de Verónica. El asunto se quedó en eso, una invocación y muchas risas, pero también cierto nerviosismo y sí, hay que reconocerlo, algo de miedo.

En otras ocasiones solo nos sentábamos en alguno de los bancos, quizás con alguna chuchería o la merienda, y charlábamos un poco de todo, pero siempre lo pasamos bien.

Ahora no hay niños en el Jardinillo y ha desaparecido su esquina más emblemática. Ahora los tiempos, simplemente, son otros.


©Mariola Díaz-Cano Arévalo

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